viernes, 19 de mayo de 2017

Los demonios del orden


 Ante la llegada inminente,
tiemblan los músculos honestos.

Aterrada, la espera
se resiste a seguir un paso más
la progresión del tiempo.

Vienen y no vienen.

La atmósfera se carga de nubes tenebrosas
que hace emigrar las aves disparadas cual flechas.

Pareciera que acechan como hienas
al doblar las esquinas.

Los viejos intestinos se doblan y se tienden.
¡Cuánto duele la calle
sospechosamente dormida!

Se viven los segundos, expectantes,
alarmados susurros de la vida
más allá de las rígidas murallas.

El cuerpo, duro como el mármol,
pareciera romperse en miles de partículas,
buscando libertad y aplacamiento
en la amplitud del cosmos.

¡Ah! Ahí llegan los verdugos
a cara descubierta, crujiéndoles los dedos,
sonriendo a las paredes.

En tanto entona el uno, y el otro a la trompeta,
formulan sendos cargos, y ríen entre dientes
la gravedad sumaria.

Al besar las mejillas sonrosadas
de los niños que nunca
encubrirán la felonía
—y por ello se ablandan—, voltean la vergüenza,
y le guiñan un ojo a la blanca serpiente,
tratando de aplacar la ira del ofidio.

Fragmentos del poder, los trozos de la carne
insensibilizados por el miedo,
se cuadran a destiempo.

Hormigas carniceras devotas al programa:
la caza de rebeldes con órdenes estrictas
de acabar cuanta vida opusiera entereza.

Ríos de sangre tiñen de bermejo
las calles asfaltadas;
y dos conejos blancos como nieves
corren desesperados de las risas burlonas,
de la fría impiedad.

Sin embargo, en las casas, nadie mira la calle;
ni siquiera, curiosas, las persianas
buscarán la verdad.

Pero,
así como se sientan con las piernas dobladas
y total comodidad,
el hombre imperceptible,
con fuerza gigantesca,
los desmanes impunes vengará.
Y el canto de los cisnes
hasta el frío rincón del universo
su adiós esparcirá.

El legítimo dueño de la tierra,
lejos ya de la bestia,
su cetro alcanzará;
y en ausencia de dioses permisivos,
en los desfiladeros de la suerte,
a estos demonios modernos,
a la luz de la ley arrojará.


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